Discurso del papa Francisco durante el II encuentro mundial de movimientos populares en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia:
Hermanas y hermanos, buenas tardes.
Hace algunos
meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer encuentro nuestro.
Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis oraciones. Y me
alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para superar las
graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo el mundo.
Gracias Señor Presidente Evo Morales por acompañar tan decididamente este
Encuentro.
Aquella vez en
Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy,
en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También
he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz, que preside el
Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos
a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con las puertas
abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en
cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real,
permanente y comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos,
Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las
periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite
que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor
de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de Ustedes: las
famosas tres “t”, tierra, techo y trabajo para todos nuestros hermanos y
hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la
pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América
Latina y en toda la tierra.
1. Primero de
todo. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para
que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos los
latinoamericanos y, en general, también de toda la humanidad. Problemas que
tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo.
Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
— ¿Reconocemos,
en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos
sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas
personas heridas en su dignidad?
— ¿Reconocemos
que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras sin sentido y la
violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las
cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la
creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, si
reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes –en sus
cartas y en nuestros encuentros– me han relatado las múltiples exclusiones e
injusticias que sufren en cada actividad laboral, en cada barrio, en cada
territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y diversas sus formas de
enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que une cada una de
exclusiones. No están aisladas, están unidas por un hilo invisible. ¿Podemos
reconocerlo? Porque no se trata de cuestiones aisladas. Me pregunto si somos
capaces de reconocer que esas realidades destructoras responden a un sistema
que se ha hecho global. ¿Reconocemos que ese sistema ha impuesto la lógica de
las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la
destrucción de la naturaleza?
Si esto es así,
insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de
estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no
lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan
los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía
San Francisco.
Queremos un
cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra
realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero porque hoy la
interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas
locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece
entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión y de la
indiferencia.
Quisiera hoy
reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y necesitamos. Ustedes
saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio climático. Pero,
esta vez, quiero hablar de un cambio en otro sentido. Un cambio positivo, un
cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir– redentor. Porque lo necesitamos.
Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros,
en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte
búsqueda, un anhelo de cambio en todos los Pueblos del mundo. Incluso dentro de
esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este sistema reina
la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los
libere de esa tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo,
hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando; no alcanzó el
pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la
comunidad científica acepta lo que hace ya desde mucho tiempo denuncian los
humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se
está castigando a la tierra, a los pueblos y a las personas de un modo casi
salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo
de eso que Basilio de Cesarea –uno de los primeros teólogos de la Iglesia–
llamaba “el estiércol del diablo”. La ambición desenfrenada de dinero que
gobierna. Ese es “el estiércol del diablo”. El servicio para el bien común
queda relegado. Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones
de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema
socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en
esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y,
como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común, la hermana y madre
tierra.
No quiero
extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil dictadura: ustedes
los conocen. Tampoco basta con señalar las causas estructurales del drama
social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a
veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver
la crónica negra de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo
cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los afectos.
¿Qué puedo
hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a tantos problemas
si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante,
transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo derechos laborales?
¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que apenas puedo resistir el
avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi
villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando soy diariamente
discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante,
ese misionero que patea las barriadas y los parajes con el corazón lleno de
sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho.
Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y
excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la
humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y
promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de “las tres t”, ¿de
acuerdo? (trabajo, techo y tierra) y también, en su participación protagónica
en los grandes procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y
cambios mundiales. ¡No se achiquen!
2. Segundo.
Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una frase que
me gusta mucho: “proceso de cambio”. El cambio concebido no como algo que un
día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se instauró
tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de
estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes
y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y
sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la imagen del
proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo
que otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de
poder disponibles y ver resultados inmediatos. La opción es por generar
procesos y no por ocupar espacios. Cada uno de nosotros no es más que parte de
un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por
una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por “vivir bien”,
dignamente, en ese sentido.
Ustedes, desde
los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor
fraterno que se revela contra la injusticia social. Cuando miramos el rostro de
los que sufren, el rostro del campesino amenazado, del trabajador excluido, del
indígena oprimido, de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven
desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo
porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija
porque fue sometida a la esclavitud; cuando recordamos esos “rostros y esos
nombres” se nos estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos,
todos nos conmovemos… Porque “hemos visto y oído”, no la fría estadística sino
las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es
muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos
conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha
acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de
sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los
verdaderos movimientos populares.
Ustedes viven
cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han hablado de sus
causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde Buenos Aires, y yo se los
agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en
lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan,
oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y
mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura campesina,
por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la economía popular,
por la integración urbana de sus villas y asentamientos, por la
autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en
tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan
elemental e innegablemente necesario como el derecho a “las tres t”: tierra,
techo y trabajo.
Ese arraigo al
barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del
otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las
tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del
amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino
entre personas, necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los
conceptos ni las ideas se aman, nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se
aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y
mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres
que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en
las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por
subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán
bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría
que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes; pero, a la vez, con
una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda. Trabajan en una
perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada uno de ustedes
representa y a la que felizmente está arraigado, sino que también buscan
resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión.
Los felicito
por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos
derechos, los Pueblos y organizaciones sociales construyan una alternativa
humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que
Dios les dé coraje, les dé alegría, les de perseverancia y pasión para seguir
sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los frutos. A
los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo
cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles, promover
modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes construyen
sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva de sus
hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y las
familias marginadas, seguramente no se van a equivocar.
La Iglesia no puede
ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos
sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea acompañando y
promoviendo a los excluidos de todo el mundo, junto a cooperativas, impulsando
emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando abnegadamente en los campos
de salud, el deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración
respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos esfuerzos y
fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos
siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de un pequeño
pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin techo que supo
transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pañales y una
montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren
dolores de parto hasta que brote la justicia. Yo rezo a la Virgen María, tan
venerada por el pueblo boliviano para que permita que este Encuentro nuestro
sea fermento de cambio.
3. Tercero. Por
último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para este
momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de todos
nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que se
enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos
populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no es tan
fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa social que
refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es fácil de
definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la
Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la
propuesta de soluciones a problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no
existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en
el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los
valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin
embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el decisivo aporte del conjunto
de los movimientos populares.
3.1. La primera
tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los seres humanos y la
naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos NO a una economía de
exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía
mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre Tierra.
La economía no
debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la
casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente
los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un
“decoroso sustento”. Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el
acceso a “las tres t” por las que ustedes luchan. Una economía verdaderamente
comunitaria, podría decir, una economía de inspiración cristiana, debe
garantizar a los pueblos dignidad, «prosperidad sin exceptuar bien alguno»
(Juan XXIII, Carta enc. Mater et Magistra [15 mayo 1961], 3: AAS 53 [1961],
402). Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta años. Jesús
dice en el Evangelio que aquél que le dé espontáneamente un vaso de agua al que
tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los Cielos. Esto implica
“las tres t”, pero también acceso a la educación, la salud, la innovación, las
manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la
recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona
pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la
juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder
a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano en
armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y
distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren
un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen
este anhelo de una manera simple y bella: “vivir bien”, que no es lo mismo de
“pasarla bien”.
Esta economía
no es sólo deseable y necesaria sino también es posible. No es una utopía ni
una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los
recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los
pueblos y los dones de la creación, son más que suficientes para el desarrollo
integral de «todos los hombres y de todo el hombre» (Pablo VI, Carta enc.
Popolorum progressio [26 marzo 1967], 14: AAS59 [1967], 264). El problema, en
cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que además
de acelerar irresponsablemente los ritmos de la producción, además de
implementar métodos en la industria y la agricultura que dañan a la Madre
Tierra en aras de la “productividad”, sigue negándoles a miles de millones de
hermanos los más elementales derechos económicos, sociales y culturales. Ese
sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena Noticia que trajo
Jesús.
La distribución
justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es
un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un
mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les
pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la
doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada.
La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar
siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se
limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando lo pobres agitan
esa copa que nunca derrama por si sola. Los planes asistenciales que atienden
ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras,
coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera inclusión: ésa que da el
trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
Y en este
camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo exigiendo y
reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales:
creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos,
sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de
cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos en cooperativas y
otras formas de organización comunitaria lograron crear trabajo donde sólo
había sobras de la economía idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las
empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son
ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con
esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. Y ¡qué
distinto es eso a que los descartados por el mercado formal sean explotados
como esclavos!
Los gobiernos
que asumen como propia la tarea de poner la economía al servicio de los pueblos
deben promover el fortalecimiento, mejoramiento, coordinación y expansión de
estas formas de economía popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar
los procesos de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos
derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado y
organizaciones sociales asumen juntos la misión de «las tres t» se activan los
principios de solidaridad y subsidiariedad que permiten edificar el bien común
en una democracia plena y participativa.
3.2. La segunda
tarea es unir nuestros Pueblos en el camino de la paz y la justicia.
Los pueblos del
mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su
marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más
fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos
sociales y tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o
constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de
su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan
seriamente las posibilidades de paz y de justicia porque «la paz se funda no
sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en los derechos de
los pueblos particularmente el derecho a la independencia» (Pontificio Consejo
«Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157).
Los pueblos de
Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde
entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de
contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos
últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países latinoamericanos
han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los gobiernos de la Región
aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la de cada país, la del
conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros Padres de antaño, llaman
la “Patria Grande”. Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos
populares, que cuiden y acrecienten esta unidad. Mantener la unidad frente a
todo intento de división es necesario para que la región crezca en paz y
justicia.
A pesar de
estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este desarrollo
humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la “Patria Grande” y
otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A
veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas,
algunos tratados denominados «de libre comercio» y la imposición de medidas de
«austeridad» que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores y los pobres.
Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el documento
de Aparecida cuando se afirma que «las instituciones financieras y las empresas
transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales,
sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes
para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus poblaciones» (V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano [2007], Documento
Conclusivo, Aparecida, 66). En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de la
lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males de
nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada– vemos que
se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de
esas problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo,
la concentración monopólica de los medios de comunicación social que pretende
imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad cultural es otra de
las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico.
Como dicen los Obispos de África, muchas veces se pretende convertir a los
países pobres en «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco» (Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa [14 septiembre 1995], 52:
AAS 88 [1996], 32-33; Id., Cart enc. Sollicitudo rei socialis [30 diciembre
1987], 22: AAS 80 [1988], 539).
Hay que
reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver
sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo
acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en todo en
términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la
violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno puede actuar al margen
de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos
que asumir humildemente nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana
interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de imposición, no es
subordinación de unos en función de los intereses de otros. El colonialismo,
nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros proveedores de materia
prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y
todos los males que vienen de la mano… precisamente porque al poner la
periferia en función del centro les niega el derecho a un desarrollo integral.
Y eso, hermanos es inequidad y la inequidad genera violencia que no habrá
recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO,
entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ al encuentro
entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero
detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que
“cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la
Iglesia”. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra
los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis
antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano y
también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido que la Iglesia –y
cito lo que dijo él– «se postre ante Dios e implore perdón por los pecados
pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium,
11). Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II:
pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por
los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de
América. Y junto, junto a este pedido de perdón y para ser justos, también
quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron
fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la Cruz. Hubo pecado,
hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y
pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado,
sobreabundó la gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de
los pueblos originarios.
Les pido
también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos Obispos,
sacerdotes y laicos que predicaron y predican la buena noticia de Jesús con
coraje y mansedumbre, respeto y en paz –dije obispos, sacerdotes, y laicos, no
me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros barrios
pobres llevando un mensaje de paz y de bien–,que en su paso por esta vida
dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a
los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares incluso
hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad
de los pueblos en latinoamericana. Identidad que tanto aquí como en otros
países algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es
revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy
vemos con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue,
se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso
también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas
que vivimos, hay una especie –fuerzo la palabra– de genocidio en marcha que
debe cesar.
A los hermanos
y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme trasmitirle mi más
hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus pueblos y culturas,
eso –conjunción de pueblos y culturas– eso que a mí me gusta llamar poliedro,
una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo
juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda
de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los
pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados
nos enriquece y nos fortalece a todos.
3.3. Y la
tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la
Madre Tierra.
La casa común
de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La
cobardía en su defensa es un pecado grave. Vemos con decepción creciente como
se suceden una tras otras las cumbres internacionales sin ningún resultado
importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de
actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses
–que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los Estados y
organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los Pueblos y
sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir –pacifica pero
tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre
de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me he expresado
debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será dada al
finalizar.
4. Para
finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad no está
únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las
élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su capacidad de
organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este
proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno, repitámonos desde el corazón:
ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador
sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún
niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una
venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre
Tierra. Créanme, y soy sincero, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con
ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga,
que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente
esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza. Y una cosa
importante: la esperanza no defrauda. Y, por favor, les pido que recen por mí.
Y si alguno de ustedes no puede rezar, con todo respeto, le pido que me piense
bien y me mande buena onda. Gracias.
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